De niño -comenta don Catalino, al recordar su infancia-, cuando yo tenía como 7 años de edad, me vi gravemente enfermo. Mis padres ignoraban lo que padecía. Sencillamente dejé de comer, ya no me daba hambre ni apetito. Si comía algo enseguida lo vomitaba. En ese entonces aquí en el pueblo se ignoraba lo que era un médico profesional, con cédula y consultorio.
Mis padres, preocupados por mi inminente deceso, me llevaron con un curandero que vivía por el Camino Viejo a Tonalixco. Éste, a su manera, me diagnosticó y luego dijo:
-El niño está en serio peligro. Qué bien que lo trajeron porque si dejaban pasar unos dos días sin venir a verme el chamaco se habría muerto.
Mis padres escuchaban atentos. Y antes de que respondieran algo referente al primer comentario del hechicero, éste agregó:
--Vayan a conseguir inmediatamente las siguientes “medicinas”.
El curandero enumeró una serie de hierbas silvestres para realizar la curación. Les pidió traer unas plantas que sólo se daban en los cerros, un gallo negro, el cuello grande de una olla de barro y una piedra esférica, como una pelota.
Mis padres, solícitos, se apresuraron a conseguir lo que les enlistaron. Al siguiente día de nuevo nos presentamos en la humilde choza de esa persona, mi dios, mi salvador, quien sin tantas preocupaciones y con una mano en la cintura decía que me curaría, siempre y cuando mis padres consiguieran y presentaran los raros “medicamentos”.
El tratamiento que me dio fue sencillo pero extraño, que sólo un desesperado podría creer que lo estuvieran curando.
Me acostó en una especie de cama. Tomó un trozo de carrizo, de unos 30 centímetros de largo, y ubicó la punta del mismo en la parte estomacal. La expectación de mis padres y el silencio de la noche los interrumpe el viejo para anunciar mi padecimiento.
-En el estómago del niño existe mucha porquería. Son espinas de palmeras, por eso ya no quería comer; esto le iba a provocar la muerte.
El hechicero acercó los labios al otro extremo del tubo de carrizo y lo succionó con fuerza. Enseguida apartó la boca de su herramienta y acercó una mano, con la palma abierta, para con sus labios depositar en ella una enorme espina, al tamaño de una aguja capotera. Repitió la operación, y de mi panza extrajo, mágica o diabólicamente, alrededor de siete espinas. Luego me ordenó sentarme.
-Dentro de unos minutos el niño ya les va a pedir una tortillita---, dijo tranquilamente aquel hombre menudo, chaparrito, delgado, quien poco antes de iniciar su “trabajo” se quitó el sombrero en medio de su humilde casa, una vivienda de madera, como una cabaña, ubicada a la orilla de un silencioso arroyo y en medio de dos cerros en donde lejanamente se escuchaba el lúgubre graznar de los tecolotes.
Durante el tiempo que me curaba, en ningún momento reflejó en su rostro preocupación alguna o signos de dificultad en lo que hacía. Era un hombre seguro. Parecía que la noche se había formado sólo para esperar el silencio, el cual utilizaría como medio para el éxito de la operación.
Luego de mordisquear un pedazo de tortilla ---llevaba yo sin comer varios días--- mi gran salvador ahora me dio instrucciones para que efectuara, solo, un acto de curación jamás visto en mi vida.
El curandero de antemano había colocado, en forma de canto, el gran cuello de la olla de barro y una pista circular de yerbas y flores que pasaba en el interior del cuello de la olla. Yo, el paciente, el que de nuevo sentí vivir con fuerza, tenía que gatear lentamente sobre “el caminito”, pasando también a través del frágil aro de barro. Tenía que efectuar siete círculos, cargando en mi lomo la esférica piedra.
Después de las instrucciones que me dio, el viejo se dirigió a mis padres y argumentó:
-Aparte de las espinas, sus enemigos también están luchando por convertir a su hijo en un desgraciado nahual; quieren agregarle a su vida la vida de un indeseable animal. Lo quieren convertir en “arco iris”.
Según la creencia de este pueblo, las puntas o extremos del arco iris remataban en enormes serpientes. Viéndolo bien, a mí realmente no me querían convertir en arco iris, sino en un rastrero reptil.
-Por eso –añadió el curandero-- el niño tiene que pasar siete veces en este aro —señaló al cuello de la olla, a través del cual yo ya estaba gateando.
Luego tomó la piedra redonda y la puso entre las manos de mi padre:
-Lleve usted esta piedra trabajada. Con esto a su hijo ya no le podrán hacer nada, ya no podrán transmutarlo, ya no lo podrán convertir en animal, a menos que él solito se haga “buey”... Señor, ya cortamos el encantamiento. En adelante el nahual de su hijo será esta piedra. Con esto nunca le podrán hacer daño, nunca lo podrán destruir, porque su hijo será fuerte, será una piedra. Llévense también este gallo –el gallo negro--; llegando a casa, prepárenle un buen caldo al chamaco y que se ponga a comer.
Desde entonces –dijo finalmente el viejo-niño— ya nunca me enfermé ni tampoco supe si alguien algún día pretendió hechizarme; al contrario, quedé fuerte y vigoroso como un toro. Con decirle que en mi juventud, durante el día, alcanzaba a ver, a simple vista, algunas estrellas en el cielo. Todas las tardes, desde el campo, podía contemplar el planeta Venus. También, hasta ahora, todavía tengo algunos dones. Por ejemplo, casi puedo decirte cuándo puede helar, temblar, granizar o presentarse alguna otra desgracia. Hasta a veces pienso, sinceramente, que tal vez soy un malvado nahual.