En el pueblo aún se acostumbraba quemar leña para cocer y preparar los alimentos. Era común, por tanto, que hombres y mujeres del lugar tuvieran por costumbre ir a los montes y cerros para conseguir leña.
Leñar era tarea principal del hombre. Muy a temprana hora, cuando la oscuridad de la madrugada todavía impedía ver bien, el campesino tenía que ir en busca de esa importante materia prima de la combustión.
Hacha y machete en mano, el campesino solía dirigirse a los montes a eso de las cuatro de la mañana; llevaba siempre consigo mismo un mecapal, faja de palma con dos resistente tiras de ixtle que hoy en día algunos campesinos todavía utilizan sobre la frente para llevar a cuestas la carga. El mecapal es un utensilio heredado por la cultura azteca.
El campesino, en el monte, tan pronto como dejaba ver bien la claridad del día, se apresuraba a recoger las ramas y troncos secos de los árboles; los cortaba en pedazos con el fin de enrollarlos con toda suerte de facilidad. Los ataba ordenadamente con el mecapal y se lo echaba a la espalda con la faja de los cordeles sobre la frente.
En estos menesteres, si el hombre por alguna razón fallaba, y en el hogar urgía la leña, era la mujer la que tenía que conseguir el combustible. Pero las señoras y jóvenes mujeres no acostumbraban leñar en horas de la madrugada, como los hombres, sino que acudían a los montes y cerros al mediodía o por las tardes. Eran precavidas. Amarraban el rollo de leña con un mecate y luego le atravesaban el rebozo para también echarse la pesada carga a la espalda, pero la banda de la frazada no la detenía con la frente, sino con el tórax.
* * *
Cierto día, Cosen y otros leñadores, en el momento de recolectar los ramajes, escucharon extraños ruidos. Se miraron silenciosamente y se quedaron quietos y atentos con el afán de percibir con mayor claridad las raras señales. Parecía el murmullo de una voz humana. Sin esperar más --armados de valor--, los leñadores se encaminaron hacia la dirección de donde provenían los ruidos. Con dificultad se fueron abriendo paso entre los tupidos arbustos, con el auxilio de los machetes.
Al aproximarse y luego ubicar bien el sitio no pudieron divisar nada extraño. Posiblemente esperaban encontrar otro leñador que, por algún problema, tal vez necesitaba ayuda, pero no; no había nadie.
Minutos después los leñadores perdieron el interés de seguir buscando, mas de pronto Cosen vio de cerca un insignificante pájaro que en forma extraña se encontraba atado en una de sus diminutas patas con la débil y delgada punta de un zacate. Sin emitir ya ninguna voz el desconocido pájaro batallaba débilmente para librarse, sin poder conseguirlo.
¿Quién habría amarrado aquel pajarito ahí, en medio de esa área escabrosa, llena de matorrales y un espeso follaje? Mientras los demás leñadores se hacían esta pregunta, Cosen, sin más miramientos, procedió a desatar al inofensivo pájaro. “A final de cuentas –pensó Cosen-- el ave es un ser que forma parte de esta belleza natural”.
Aquel pájaro de hermoso plumaje pero de color grisáceo, luego de librarse gracias a las manos de Cosen, primero voló con rápidos movimientos circulares hacia arriba hasta alcanzar una considerable altura y luego enfiló surcando el aire con rumbo a Tonalixco y demás pueblos enclavados ya en la zona serrana.
Los leñadores jamás se imaginaron que con ese acto de salvarle la vida a un insignificante pájaro, también, al mismo tiempo, estaban salvándole la vida a un ser humano que ya estaba convulsionado y con graves síntomas de morir en forma extraña.
El desenlace nunca se hubiese conocido si Cosen –el salvador del diminuto pájaro— no recibiera, posteriormente, una visita por demás desconcertante y rara. Como a los tres días del suceso Cosen recibió en su humilde casa a un importante grupo indígena, proveniente de un poblado de la sierra, con dos enormes chiquihuites repletos de ricas y variadas ofrendas: frutas, frijoles, panes, licores, etc.
Los humildes visitantes se presentaron con mucha cortesía y amabilidad. Uno de ellos, el que parecía ser el jefe, expuso:
--Venimos a verlo, señor, por órdenes de un hermano nuestro. Nos mandó traerle esta pequeña ofrenda en agradecimiento de que usted lo salvó de morir hace pocos días... Usted, señor, ayudó al pajarito del zacate embrujado... Muchas gracias; usted le salvó la vida. Tome usted esta humilde ofrenda.
Aquí se cumple cabalmente la máxima que reza: “Haz el bien sin mirar a quien” ... que alguien te lo agradecerá.