El náhuatl, ah, esa palabra que huele a indio; esa palabra que para muchos simboliza obsolescencia y que debería, consecuentemente, estar borrada ya de los libros y diccionarios. El náhuatl, esa palabra que significa oposición y afrenta a la era actual, caracterizada por una alta tecnología, en la que se logra engrandecer y, a la vez, empequeñecer al mundo de la Humanidad; vida moderna que cierra los ojos ante los múltiples problemas y peligros de una autodestrucción y mira hacia arriba con suspiros de una posible conquista de nuevos sitios en el espacio del Universo. El Náhuatl, esa palabra que evoca la imagen de un campesino de sombrero y huarache; la figura de una mujer descalza y con refajo, con manos ásperas y callosas.
El náhuatl, ah, esa palabra que se nos va de la memoria cuando retornamos de una estancia temporal fuera de nuestro pueblo. Salimos de nuestra pequeña patria en busca de otras oportunidades; permanecemos en la ciudad, dialogamos en español, y, luego, al cabo de un tiempo, regresamos a la tierra que nos vio nacer. Nos saludan y nos hablan en náhuatl nuestros coterráneos; nuestros oídos se vuelven sordos o bien se nos entume la lengua y con dificultad decimos que ya no podemos expresarnos en náhuatl; sentimos una barrera en la garganta, mientras que por un momento quedamos nerviosos y abochornados, como dudando de que si el indio se tragó o no el cuento.
El náhuatl, ah, esa palabra ofensiva que no debería ser conocida por las nuevas generaciones, por el contrario: alejar a los niños de esa lengua étnica e inducirlos a aprender el español y, de ser posible, que conozcan y hablen otros idiomas, como el inglés, francés, italiano… Total mientras más aprendan y enriquezcan sus conocimientos más se podrán alejar de lo indígena y, sobre todo, de ese fastidioso término: náhuatl.
El náhuatl, esa palabra que destruye la fineza social, esa palabra que debe omitirse totalmente de cualquier conversación festiva para no macular la imagen de los interlocutores. Nada de Tonatiuh, Cuauhtémoc, Xoxhitl o Citlali. ¡No, por favor! ¡Qué barbaridad! Eso sería definitivamente un oprobio para el que así se llamase; mejor Jimmy, Nelson, Arlette, Elideeth u otro nombre que suene a extranjero. Tal vez con un nombre como este la gente cercana de nuestro contexto social pueda pensar que somos ingleses, franceses o alemanes. ¿Pero cómo le haremos si no nos ayudan los apellidos y nuestros rasgos físicos? Bueno, eso es lo de menos, lo importante es hacerle fuchi al náhuatl, hacerse el sordo y, a la par, rechazar todo lo que huela a indio: música ranchera, tropical, el folclor pueblerino… Mejor seamos rockeros y admiradores de grupos extranjeros… de perdida nos pongamos a escuchar a grupos de los llamados hoyos fonquis, como el Three, de Alejandro Lora.
El náhuatl, ah, esa palabra, que aparte de evocar a los indios también nos trae a la mente el aspecto de indeseables cerros escarpados, con sus respectivas terracerías sinuosas, montañas inaccesibles donde vaga la ignorancia y la incultura, donde la gente huye ante los extraños, los vecinos hablan cabizbajo y no tienen otra forma de expresarse más que con el náhuatl. ¡Puf, qué desgracia¡
Sin embargo, podríamos hacer mil malabares o incurrir en un acto de suicidio, pero el náhuatl como lengua indígena, sin tomar en cuenta otras costumbres y tradiciones de nuestros antepasados precolombinos, está presente aún en muchos rincones del territorio mexicano. Y sin ir lejos, ni tampoco usar lupas ni hurgar en bibliotecas y archivos, lo nahuatlaco está aquí en nuestro municipio; o más bien, lo nahuatlaco somos nosotros y formamos parte –queramos o no- de esa semiextinta cultura azteca.