Las aves cantarinas de la primavera se habían callado y los árboles comenzaron a ocultarse tras la capa oscura de la noche, al ver que el sol se había alejado para descender allá por atrás de los cerros. Eran las 7:45, aproximadamente. En la casa de la señora Ana se respiraba una aparente tranquilidad mientras ella preparaba la cena, en tanto que su esposo aún no llegaba del campo. Una de sus hijas corría detrás de una gallina que se había salido del corral y andaba trepando por otro lado pretendiendo alcanzar su lugar de costumbre. La niña trataba de acorralarla y volverla al gallinero.
El pequeño Antonio, de cinco años de edad, no dejaba de jugar en medio de la casa de madera, sentado sobre el piso de tierra, con un pequeño carro también de madera. A un lado estaba un altar grande con unas flores marchitas ante varias imágenes religiosas, unas en cuadro y otras en bulto. El niño de repente le gritó a su madre, quien -como dijimos- estaba en la cocina.
- Mamá, una totola en el altar, puede tirar las flores.
La señora rápidamente desatendió los quehaceres de la cocina y corrió hacia el altar. Su sorpresa fue grande.
- ¡Ay, Dios mío, qué es eso¡ -exclamó y al mismo tiempo se acercó más al altar-. Este no es una totola, hijo, es un endemoniado tecolote.
Efectivamente, sobre la mesa del altar se encontraba esponjado y furioso un maldito tecolote, ave de mal agüero para los indígenas. Se veía muy amenazante, como queriendo atacar al que se aproximara a él. La señora ya no actúo racionalmente sino, asustada y furiosa también, procedió a tomar una escoba y se fue sobre el extraño animal, sin medir consecuencias. Le dio un golpe certero, haciendo que el ave nocturna fuera a dar sobre el suelo. Sin darle oportunidad, la prejuiciosa mujer siguió golpeando con la escoba, aun cuando el ave rapaz se veía ya aturdida, hasta dejarla inmóvil.
- Este es un tecolote endemoniado –dijo Anita-, es un animal de mal agüero, y de seguro nos trae maldiciones, pero ahora verá el desgraciado.
En eso al lugar ya habían llegado algunas vecinas atraídas por los gritos de la señora y su hijo, quienes miraban atónitas y aún no creían lo que estaban presenciando.
Doña Ana, llena de coraje y valentía, tomó un pedazo de papel, lo dobló y se acercó al tecolote para tomarlo de un ala y lo fue a arrojar afuera, a la orilla de la calle. En seguida le roció petróleo diáfano y luego le prendió fuego con la cabeza de un cerillo. La lumbre saltó rápidamente como si el espíritu de ese animal diabólico quisiera librarse. El débil cuerpo del pajarraco crepitaba mientras que varias vecinas, muy platicadoras, ahí junto, comentaban el hecho de que el tecolote lo habían encontrado trepado en el altar de la señora Ana.
En esos momentos las vecinas alcanzaron a escuchar fuertes gritos de alguien que provenían del interior de una casa que estaba a escasos cincuenta metros de donde se incineraba el tecolote. Los gritos eran lastimeros y desgarrantes. Antes de que reaccionaran y entendieran de quién eran los quejidos de dolor que percibían, las comadres vieron a dos gatos negros que en cuestión de segundos y de manera inexplicable recogieron y se llevaron las cenizas del pajarraco incinerado. Los felinos fueron a meterse directamente en la casa de donde provenían los gritos de alguien que estaba sufriendo. Momentos después, una vecina de la citada vivienda se acercó a las señoras que todavía estaban comadreando en el lugar del incidente.
- Ustedes disculparán, pero el animalito que lo quemaron era parte de mi hija, quien ya se está muriendo.
Comentarios posteriores indicaron que la joven mujer, que tenía por nahual al tecolote, no murió, gracias a que los gatos le llevaron a tiempo las cenizas del animal incinerado. “Alguien trabajó urgentemente con las cenizas”, concluyeron las voces populares.