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ESTA ES LA PRESENTACIÓN DEL LIBRO "Rafael Delgado, Realidad y Mito de un Pueblo", de la autoría de Pedro Enríquez Hdez.

UBICACIÓN DEL MUNICIPIO DE RAFAEL DELGADO, VER.

El municipio de Rafael Delgado, Veracruz, México, se encuentra ubicado en la zona centro del Estado de Veracruz de Ignacio de la Llave, en las coordenadas 18° 49” latitud norte y 97° 04” longitud oeste, a una altura de 1,160 metros sobre el nivel del mar.

Limita al norte con Orizaba; al este con Ixtaczoquitlán; al sur con San Andrés Tenejapan, Tlilapan y Nogales; al oeste con Río Blanco. Tiene una superficie de 39.48 Km2, cifra que representa un 0.05% total de la entidad veracruzana. (Enciclopedia Municipal Veracruzana, Gobierno del Estado de Veracruz, Secretaría Técnica, edición 1998)

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viernes, 6 de febrero de 2009

Los Xiwimeh (leyenda)



El Güero jamás se imaginó que, al ir durante la noche al campo para cuidar sus flores que nadie se las robara, se encontraría con un raro espectáculo en el cielo: ver luces arriba, pero luces flameantes como de antorchas.


Era de noche. El Güero llegó al campo sembrado de gladíolas, ubicado en las orillas de un corvado río. El cause del agua formaba una elegante U y en medio de la cual debía de apostarse para cumplir su jornada de vigilante nocturno.


En la mano sólo llevaba un machete como arma y una pequeña linterna para guiarse en la oscuridad. De repente percibió una bola de fuego, como la flama de una esponja con gasolina o similar a una antorcha en llamas pero distante.


El Güero recordó que esa bola de fuego que avanzaba tranquilamente a la altura de los árboles que estaban en los bordes de la barranca, al otro lado del afluente, era un xiwitl, es decir, un nahual que acostumbraba salir durante las noches y actuaba como vampiro: se alimentaba de sangre.


Pero a diferencia de los vampiros (en las películas), o de los murciélagos, que clavan directamente sus filosos colmillos en la yugular de la víctima, los xiwimeh (plural de xiwitl) durante la noche extraían la sangre a prudente distancia de las personas, desde las alturas, en línea vertical, hasta el interior de su casa mientras ellas dormían plácidamente.


Las huellas que dejaban era un moretón en alguna parte del cuerpo de la víctima, quien al día siguiente tendría que padecer un ligero malestar corporal y un pesado cansancio que obligaría a dormir horas extras.


El Güero nunca antes había visto un xiwitl hasta ese momento. Sólo había escuchado comentarios acerca de ellos, pero ahora tenía a uno como a setenta metros sobre su cabeza, volando. Sintió miedo, tal vez pánico. Trató de mantener la calma.


Minutos después se acordó de una estrategia para alejarla o derribar a esa pequeña antorcha viviente, según lo que había escuchado de las conversaciones de sus abuelos, quienes ya habían enfrentado similares experiencias. Un machete de nada serviría para atacar al enemigo que tenía la ventaja de volar, además, nadie sabía realmente de qué se trataba.


Se despojó de su camisa y se la puso al revés. Le habían dicho que esa estrategia era bonísima para ver caer en picada al maldito xiwitl. Pero nada. En vez de caer o cuando menos se alejara, se acercó más al escondite de El Güero. Y para colmo, acto seguido aparecieron dos xiwimeh más. Ahora eran tres antorchas o tres bolas de fuego que andaban volando y parecían resueltos a divertirse un rato asustando a aquel pobre labriego que se atrevió a retar con su camisa al revés al primer ente endemoniado.


El Güero quedó quieto en su sitio aunque hubiera querido salir corriendo o al menos gritar con todas sus fuerzas para que alguien acudiera a auxiliarlo. Pero prefirió guardar silencio y sólo se encomendó a Dios. “Si me atacan ni modos”, pensó. Para no seguir mirándolos se tiró al suelo de bruces cubriéndose con una chamarra vieja que la llevaba. Rezaba para que esos extraños fenómenos se alejaran y no le hicieran daño.


Transcurrieron varios minutos. El Güero se quedó dormido. Cuando despertó ya eran las cinco de la mañana. Todo estaba en calma. La pesadilla ya había pasado. A lo lejos se escuchaba el canto de los gallos.


* * *


Carlos, Roberto y Rafael eran tres adolescentes inquietos. Le entraban a cualquier trabajo. Un día, en época de zafra, ellos se ofrecieron a cortar caña. La noche del viernes se pusieron de acuerdo ir al día siguiente, sábado, a trabajar muy temprano en un lugar llamado El Potrero, en donde se estaba realizando el corte de la gramínea. Llegaron a las cuatro de la mañana, estaba totalmente oscuro, pues el sitio estaba, además, al pie de un enorme cerro, y, un poco más abajito, corría el afluente de un río.


No podían por tanto iniciar su trabajo y prefirieron esperar la claridad del día. Se sentaron a la vera de un camino que pasaba en medio del espeso cañaveral para dormir un rato o para platicar. Pero pocos minutos después Rafael alcanzó a ver, a una distancia como de cien metros, una extraña bola de fuego que volaba arriba de los álamos que se elevaban enhiestos en la orilla del río.


-Miren, un xiwitl -dijo casi en silencio el muchacho.


Sus amigos se voltearon a ver y también percibieron con claridad el fuego volador que avanzaba a lenta velocidad, perdiéndose y apareciendo continuamente entre los árboles. El xiwitl se alejó un poco y luego comenzó a regresar otra vez con rumbo a donde estaban los tres cortadores de caña. Se fue acercando poco a poco a ellos y enseguida descendió con la misma lentitud hasta desaparecer entre los cañaverales, como a veinte metros donde estaban ellos.


Inquietos por naturaleza, como todo adolescente, y envalentonados aún más por tener sendos machetes en la mano, los tres chamacos salieron corriendo abriéndose pasos con sus herramientas de trabajo hasta llegar al lugar donde aparentemente bajó la bola de fuego. Antes de llegar al sitio exacto, los adolescentes desaceleraron un poco su marcha, como temiendo que de repente fueran agredidos por ese extraño fuego, vampiro o nahual.


La sorpresa que encontraron no fue de ataque sino de extrañeza: al enfocar sus linternas vieron a un hombre sentado en el suelo, entre las ruidosas cañas, quien sonriente sólo se limitó a decirles: “A poco los asusté”. Los mozos jornaleros conocían bien a ese individuo, quien trabajaba repartiendo leche en el pueblo.