La niña de un año de edad estaba a punto de morir por una enfermedad extraña. Su padre, campesino y sin dinero, tuvo que recurrir al curandero del pueblo. Éste le dijo al padre de la niña que lo que tenía que hacer era conseguir siete huevos de gallina negra.
El desesperado padre recorrió medio pueblo para conseguir los productos avícolas poco comunes por el color de la gallina. Cuando el papá de la pequeña se presentó con el curandero, poco antes de las doce de la noche, con la enferma en brazos, ésta estaba casi sin respirar.
-Calma, tranquilo. Todo saldrá bien –murmuró el curandero.
Éste tomó a la niña en sus brazos e instó que se fueran al punto donde realizaría el acto de curación. Caminaron quince minutos en plena oscuridad, sólo iluminándose con la débil mecha de una vela, hasta llegar a un lugar llamado Oztotla, donde sólo se escuchaba el confuso ruido de los grillos y el lejano silbar de los murciélagos. “Es aquí donde vamos a entrar”, susurró el brujo.
Al papá de la niña le daban ganas de regresar invadido por el susto, pero estaba obligado a entrar en la cueva con el curandero por el amor que le profesaba a su pequeña hija.
Al acercarse a la cueva, el padre de la niña vio que la caverna estaba enorme, pero a pocos metros al interior se veía una reducida entrada que apenas cabría un perro. ¿Aquí es donde vamos a entrar? Sí, respondió el curandero: “y lo estamos haciendo por la vida de tu hija”.
Los dos se introdujeron casi arrastrándose de pecho, con la niña en un brazo del curandero. Así avanzaron una distancia de diez metros aproximadamente, al final de la cual llegaron a un amplio espacio, similar al espacio de un gran templo. “Es aquí donde vamos a curar a la niña”, explicó el brujo, al tiempo extrajo de su morral siete veladoras, las prendió y las colocó alrededor de ellos. Luego solicitó al papá de la niña que sacara los siete huevos de la gallina negra.
El curandero comenzó a elevar extrañas oraciones y luego le dijo al padre de la niña que también rezara pero sin decir palabras, pidiendo a dios por la vida de su hija. “Yo cada minuto con fuerza arrojaré al aire un huevo” –comentó el viejo-, y al caer el huevo no tendrá por qué romperse, pero si de los siete huevos se rompe uno ¡olvídate!: la niña morirá. Y si no se rompe ninguno, la niña se salvará.
El curandero comenzó a tirar los huevos. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete. Para el padre de la niña, los segundos y los minutos eran eternos. Por fin cae el último huevo. Y éste no se rompe. Los dos gritaron de alegría y al mismo tiempo en la garganta de la pequeña se escuchó una voz de reacción, como cuando uno vuelve en sí después de un ahogamiento.
La niña se salvó. Y esa soy yo, dijo Tomasa. Esto fue lo que me contó mi padre. Gracias a él y el curandero, estoy aquí, concluyó.